Este trabajo obtuvo el segundo premio en el I Concurso Literario "Trocha" 2015.
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No tenía ni idea de cómo había llegado allí. Es posible que pasara todo el viaje durmiendo. Era la enfermedad, le hacía dormir muchas horas. Le extrañó verse con la mochila al hombro y perfectamente uniformado. No iba a asistir ese año a campamento alguno. La enfermedad, la maldita enfermedad, no le dejaba hacer más planes que los que le indicaran los médicos. Los campamentos era lo que más le gustaba. Lo había hablado con la familia, con la gente del hogar.
––Este año voy al campamento.
––Y se reían. Todos afirmaban y remataban la frase con un; “por supuesto”, o un; “claro que sí”.
––Aunque, eran conscientes de que no convenía ilusionarse con posibles muy difíciles de conseguir.
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No cabía duda de que estaba en un campamento. Aire puro que olía a mañana, a hierba empapada de rocío. Luz total, administradora de intensos colores donde el verde de las hojas, predominaba sobre el marrón de la corteza de los árboles y este sobre el gris de las piedras. Bajo sus botas el suelo irregular, con el manto de hierba en toda la extensión y con las cicatrices de los caminos hechos por los acampados.
Sin embargo, faltaba algo. ¡Voces! El inconfundible sonido de un campamento juvenil. Gritos, risas, carreras, caídas, cánticos, algarada, murmullos. Sonidos constantes de un campamento que se mezclaban con el ulular del viento, el mugido de una vaca, el piar de un ave despistada, el motor del tractor que pasa por la carretera. Banda sonora de lo rural que protesta ante la invasión de los urbanitas campamentales. ¿Dónde estarían los niños, los acampados? ¿Era posible que hubiera llegado el primero? ¿Pero, cómo? No tenía previsto ir de campamento, ese año no. La enfermedad no le dejaba.
Decidió que en la gran tienda de servicio, que iniciaba el círculo de la acampada, tendría posibilidades de encontrar a alguien. Dentro de ella trasteaba un individuo de nariz aguileña y entradas en la frente. Estaba de pie, tras de una mesa grande y rectangular llena de las cosas más diversas, típica mesa tras una semana de campamento, y sostenía unos papeles en las manos. Lo que más le sorprendió fue el uniforme de OJE que llevaba. Era antiguo, con la camisa llena de distintivos y recompensas ya obsoletas.
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El individuo levantó la vista. Sus ojos marrones avanzaban a una persona en la que se podía confiar sin reparo.
––Ah, ¿ya estás aquí? Te esperábamos.
––¿Es usted el jefe de campamento?
Una sonrisa llena de bondad le iluminó la cara.
––Sí… bueno… también soy jefe de campamento. Pasé muy buenos momentos dirigiéndolos. Aunque, quizás, lo que más me gustaba era enseñar. Contar a los chicos la importancia de las cosas bellas.
La ambigua y enrevesada respuesta le descolocó.
––¿Y dónde está el resto?
–– Por ahí. Esto es muy grande. ––le contestó encogiéndose de hombros.
––¿Esto es un campamento de OJE, verdad? ¿Dónde están los flechas, los arqueros… no los oigo?
El hombre volvió a sonreír, parecía mentira, con aquella sonrisa, subió un poco más los grados de bondad que derramaba.
––Niños hay muy pocos. ¡Gracias a Dios! Alguno hay, pero sobre todo somos gente mayor los que disfrutamos de estas magníficas instalaciones.
––¿Es un campamento de veteranos?
––La gran mayoría de los que aquí estamos, tenemos muchas horas de vuelo. Aunque creo que no es el tipo de campamento de veteranos que tú piensas.
Aquella respuesta le acabó por desordenar, quizás no era el momento de hacer tantas preguntas. Así qué, consideró que lo mejor era ponerse a disposición, como siempre había hecho, estar preparado, echar una mano en lo que pudiera ayudar.
––Bueno, ¿qué tengo que hacer?
El hombre dejó los papeles sobre la mesa, se le acercó y le preguntó con suavidad.
––De todas las cosas que hacías en la OJE, ¿cuál era la que más te gustaba?
Difícil respuesta, quizás, cantar. Lo echaba de menos. En los últimos años eran raras las ocasiones en que se juntaban varios y se empezaban a entonar canciones que eslabón tras eslabón, formaba una cadena de amor, ilusión, esperanzaba, vida y OJE.
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Lo siguiente fue un despertar dentro de una tienda, embutido en el primigenio saco que su madre le compró en unos grandes almacenes. La sorpresa de verse dentro de él fue muy agradable, echaba de menos aquel saco que creyó haberse dejado en alguna de las múltiples mudanzas de domicilio que tuvo a lo largo de su vida. A su lado descansaban otros individuos y cerró los ojos esperando la maldita hora de la diana, era uno de los momentos que peor llevaba en los periplos campamentales. Sin embargo, en un segundo estaba en el comedor del campamento. Leche con cacao, pan y mantequilla. Magnífico desayuno que devoró con canina hambre.
Mientras masticaba una rebanada de pan, pasó la vista por el resto del comedor. La tónica era de gente que hacía mucho habían alcanzado la mayoría de edad, aunque algunos pertenecían a otros grados de la OJE. Eso sí, su proporción era insignificante.
No estaba a disgusto, ni mucho menos. Pero hubo algo que le distorsionaba. Le pareció ver muchas caras conocidas. Algunos eran verdaderos amigos. Aunque quizás fuera mejor decir que fueron, hacía mucho que dejaron de verse.
Acabado el desayuno, deambuló por el campamento. En su recorrido vio como unos se encargaban de montar un rapel, otros salían de marcha, vio quien preparaba un fuego de campamento y quien se afanaba en escribir preparando una charla. Varios hacían construcciones que resistirían el examen de los más exigentes.
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Harto de andar un sitio a otro y de comprobar que, en efecto, aquel era un campamento de unas dimensiones extraordinarias. Volvió donde encontró a aquel hombre en la tienda de servicios. Esta vez estaba sentado, aunque seguía sosteniendo unos papeles en sus manos. Sospechó si no serían los mismos
––¿Se puede? ––Le preguntó desde la puerta de la tienda.
––Claro, claro. Pasa ––Le contestó sin apenas levantar la vista.
––He venido para preguntarle qué puedo hacer.
El hombre, que mantenía el uniforme de décadas atrás, dejó los papeles sobre la mesa y volvió a sonreír.
––Lo que tienes que hacer, –dijo con voz suave– es lo que mejor te ha salido siempre.
Guardó silencio, esperando una respuesta. Como no fue así, siguió hablando.
––¿No sabes qué es? Pues muy sencillo. Con la alegría y la humildad de siempre, estar en un acto permanente de servicio.
No entendía nada, ¿qué quería decirle desgranando el tercer punto de la promesa?
––Esto es el campamento eterno, aquí nos encontramos aquellos que hicimos de la OJE nuestra razón de ser.
––¿Entonces…? ––La pregunta quedó en el aire.
––Sí, te has ganado disfrutar de este sitio. Aquí estarás haciendo las actividades que tanto te gustaron, las veces que quieras.
Se quedó anonadado, no por sabido lo trascendente deja de ser una sorpresa.
––¿Pero?, ¿entonces?, ¿por qué?, ¿mi familia?, ¿la OJE?, ¿yo?...
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––Tranquilízate, tú ya cumpliste. Todos los que estamos aquí, lo hicimos. Sé lo que estás pensando; que aún te quedaban cosas que hacer en la tierra…
––Sí. ––Le interrumpió sin poder contenerse.
––El hogar no está bien, hay problemas… había mucha confianza en lo que yo pudiera hacer, entonces, me puse enfermo…
–¿Y cuándo no ha habido problema en los hogares? ––Esta vez fue al individuo con el anacrónico uniforme quien cortó sus aceleradas palabras.
––Te repito que tú ya cumpliste, ahora le toca a otros seguir por el camino emprendido. Recuerda; nuevas gargantas y un mismo corazón. Tú ya has pasado a la categoría de ejemplo a seguir, de grato recuerdo para todos aquellos que tuvieron la suerte de compartir su camino contigo en la vida. De vez en cuando podrás asomarte, si quieres, para ver como siguen las cosas en nuestra querida OJE y podrás comprobar por ti mismo el hueco que dejaste en muchos corazones.
¿Y sabes por qué? ––La pregunta era retórica.
––Porque tú viviste la Promesa y eso te hizo ser bueno y honesto con tus semejantes. A pesar de tus defectos, sacaste adelante muchos proyectos y siempre emprendías nuevos retos. Así que; bienvenido a la acampada eterna.
Por Lucas García Herrador






