
Comenzaba entonces una larga esperas, llena de momentos de ilusión y otros de impaciencia: santos, cumpleaños, propinillas extra, permitían ir uniformándose, adquiriendo las prendas por orden de importancia: primero, la camisa y la boina, luego, el cinturón, los zapatos, las medias… Entretanto, acaso contabas con algún préstamo de otro camarada, a modo de herencia, o con sucedáneos caseros. Uno recuerda que, en su primer campamento, llevó unos pantalones cortados por su madre a partir de otros largos cuyas perneras y bajos habían quedado hechos unos zorros, y un jersey, de recuperación de algún familiar, cuyo color era vagamente azul…
El suéter era lo último que se solía adquirir. Entonces, ya recorrías contento el camino de tu domicilio al Hogar con la mochila a cuestas y tu flamante uniforme completo.
De otras épocas anteriores, se ensayó un procedimiento que, al tiempo de acortar la espera, inculcaba en el afiliado la virtudes del ahorro: los cupones o las cartillas de uniformidad; el afiliado iba depositando sus perrillas de tiempo en tiempo en una cuenta administrada por un dirigentes, a modo de banco sin intereses...
Como siempre ocurre, fuera por un procedimiento o por otro, se valoraba más lo que procedía del esfuerzo y la constancia.
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Texto publicado en el boletín número 172 de Trocha, de Julio de 2016

