Relatos/Historia
Trabajo presentado en el I Concurso Literario "Trocha" 2015
Una tarde me vino a ver el alcalde de San Felíu de Codinas: Francesc Pineda. Tenía una historia para contarme de película. La de su tío abuelo, Josep Pineda Turán. Soldado voluntario a las órdenes del capitán Saturnino Martín Cerezo, superviviente del sitio de Baler.
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El sitio de Baler fue llevado al cine por el director Antonio Román, en 1945, con el título de Los Últimos de Filipinas, protagonizada por Armando Calvo, José Nieto y Fernando Rey, entre otros.
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Cuando el alcalde Sant Feliu me contó la crónica de su antepasado se me pusieron los ojos chiribitas, porque la historia del sitio de Baler me había impactado de chico.
Tenía diez años y un domingo por la tarde fui con mi hermano al cine de los Maristas de Lérida donde estudiaba. Echaron Los Últimos de Filipinas y me impresionó. Al margen del valor de aquel destacamento perdido en una isla del archipiélago en plena selva del trópico, fue la canción de una cantinera: Yo te diré... la que me produjo una fascinación inasible de explicar para un niño de diez años, una mezcla de nostalgia y un nosequé patriótico, al compás de una habanera que dejaba mudos a los soldados con su peculiar vestimenta de tela llamada el rayadillo.
El final de historia que me contó el sobrino nieto fue muy triste. Es lo que cambia de una película heroica a la cruda realidad.
Pineda embarcó voluntario a la guerra. En esa época los soldados que iban a luchar o eran voluntarios o pobres, porque la ley permitía librar el servicio pagando mil quinientas pesetas. Los Pineda podrían haber pagado ese canon, porque tenían una casa pairal ganado y buenas tierras de labranza, pero Josep quiso conocer el fin del mundo, ir a las Filipinas.
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Yo apenas sabía nada de esa lejana guerra colonial de mis bisabuelos que pasó a los libros de Historia como la crisis del 98: la pérdida de las ultimas colonias de ultramar de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y otras islas menores. La joya de la Corona no eran Las Filipinas sino Cuba, la perla del Caribe.
Josep Pineda era un veinteañero rubicundo cuando embarcó a la guerra pero volvió hecho una piltrafa. No era para menos: había estado once meses y dos días cercado en la iglesia fortificada de Baler pasando las de Caín. Su destacamento de cincuenta y cuatro expedicionarios de cazadores, armados con un Mauser y un machete, tuvieron que resistir las embestidas de cuatrocientos insurgentes tagalos que rodeaban la iglesia fortín.
Los filipinos les decían que debían rendirse porque España había firmado la paz y su sacrificio era inútil, pero el capitán Martín Cerezo, un oficial muy asendereado, pensaba que lo que le decían los sitiadores era propio de fuleros y respondía a balazo limpio. Los tagalos al ver su empecinamiento cambiaron de estrategia, como la iglesia era un muro inexpugnable (sólo pudieron tirar la torre del campanario a cañonazos, con lo cual cuando llegó la época de los monzones tuvieron que soportar el agua y los tifones), y la paz ya estaba firmada no querían más muertos. La nueva estrategia era más lenta pero segura: o se rendían o morían por inanición. Los españoles acostados en sus jergones de paja, hierba y esparto soñaban con matambre... Pero el capitán Cerezo, erre que erre, no daba su brazo a torcer. Dos desesperados soldados que quisieron rendirse, y acabar con el suplicio, fueron fusilados dentro de un templo que más que la casa de Dios parecía un infierno. Pasaban los meses y se quedaron sin comida ni munición. Así que por las noches una patrulla de furtivos salía en busca de algún animal despistado que merodeara la Iglesia.
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De izquierda a derecha: el médico Rogelio Vigil de Quiñones, el cabo Jesús García Quijano y el segundo teniente Saturnino Martín Cerezo
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Soldados tagalo y español fotografiados en un estudio de Manila.
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A los ocho meses la noticia del asedio llegó a España. La prensa los trató como héroes, pero las familias que los aguardaban en casa andaban con el cirio a la Inmaculada por la mañana y el rosario de las ocho de la noche. Y fue precisamente la prensa la que consiguió sacar al capitán Martín Cerezo de la insania cuando los tagalos quisieron parlamentar llevando un diario español informando de esa locura sin sentido.
El nuevo gobierno filipino les prometió que iban a ser respetadas sus vidas. Más aún, serían tratados como héroes. No serían hechos prisioneros sino que embarcarían a la madre patria.
Fue con esa promesa que el dos de junio de 1989 (el tratado de paz se había firmado en París en diciembre del año anterior). Los treinta y tres supervivientes salieron de la iglesia en formación de tres, después de arriar la bandera nacional e izar la blanca. Los sitiadores en formación rindieron honores militares a una tropa esmirriada y enferma, cubierta de harapos, que dejaba atrás una iglesia pesadilla hecha un cascajo. Esos valientes y locos soldados que un año antes los tagalos pensaban pisarles el pescuezo como a una cochinilla ahora, en posición de presenten armas, reconocían su valor.
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Josep Pineda no iba a ser una excepción (cuatro de los supervivientes eran catalanes: dos de Lérida, uno de Gerona y el de San Felíu). Todos habían vuelto enfermos. Unos con disentería y otros con beriberi, cuando no las dos.
El sobrino nieto no sabía con cual había vuelto su tío abuelo, pero cree que era disentería porque cuando llegó a casa hecho un espectro aún tenía fiebre, diarrea, dolores de estómago y úlceras en la boca; vamos, los síntomas de la disentería, el padre le dijo que no quería tenerlo en casa porque tenía una enfermedad contagiosa, así que lo acogió su hermano casado y con hijos... en su casa se restableció. A la guerra había ido un joven rubicundo, de la guerra volvió un adulto esmirriado, pero ya nunca volvió a tener el color sano.
Había recibido mucha tralla. El Estado recompensó a los soldados con una pensión vitalicia de 60 pesetas al año (un oficinista cobraba 20 pesetas al mes), y le dio un trabajo de oficinista en Barcelona, a donde se fue a vivir. Cuatro años después de haber vuelto de la guerra encontró la muerte en las calles de Barcelona: un tranvía atropelló a un borracho. El Estado se ahorro a un pensionista. Murió soltero.
Para escribir el reportaje de dos páginas tuve que buscar documentación porque, como decía, desconocía prácticamente todo de esa guerra. Lo único que recordaba de mi época estudiantil es que Filipinas llevaban ese nombre en honor del Rey nuestro Señor Felipe II, porque fue durante su reinado cuando la conquistaron para Castilla. Durante tres siglos y medio fue tierra española en los confines del mundo hasta que los Estados Unidos decidieron que había llegado su hora. Con tan escasos conocimientos tenía que vestir un reportaje, así que en marzo de 1998, cien años después, compré un libro que acababa de salir de imprenta del reportero Manuel Leguineche, que llevaba por título esa nostálgica habanera de Yo te diré... y como subtítulo: La verdadera historia de los Últimos de Filipinas.
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Ermita de San Luis de Tolosa, Baler
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Portada del libro de Manuel Leguineche y cartel de la película Los últimos de Filipinas (1945).
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Conocía a Leguineche por ser un periodista de raza. Nada patriotero, al menos de ese nacionalismo trasnochado de la postguerra. La crónica que leí me era familiar, recordaba aquella vieja película de cuando tenia diez años.
Leguineche me dio el basamento para poder publicar un buen reportaje, y algo mucho más importante que la triste historia de un infortunado soldado olvidado, porque ni siquiera murió al pie del cañón como un valiente defendiendo su posición, sino atropellado por un tranvía por ir como una cuba; no como Gaudí que cruzó los raíles a destiempo no se sabe si pensando en la Sagrada Familia o rezando.
El libro me dio una parte de la respuesta a este misterio: ¿Por qué en Filipinas el pueblo llano no habla español, pese a conservar los apellidos castellanos, mientras que en Hispanoamérica lo hablan cuatrocientos millones de personas, y lo tienen como lengua oficial veintiún Estados con sus veintiuna Academias de la Lengua? Alguno lo sabrá, pero no la mayoría; a los que no les va a interesar porque en este mundo no hay misterios, sino falta de información.
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En Filipinas, España estuvo medio siglo más que en México o Argentina, pero en 1898 cuando España se rinde, no son los criollos filipinos los que levantan el nuevo Estado, sino que la serpiente cambió de piel, pasó a ser una colonia yanqui. Y los americanos prohibieron el uso del español en la escuela y en la política. Por eso todos los filipinos hablan sus lenguas vernáculas, el tagalo es la mayoritaria, y el inglés (hay una zona que se habla un chapurreado de español y tagalo que se llama chabacano, una palabra que nos suena a grosera).
Para ser exacto diré que la guerra de la Independencia la protagonizaron los nativos cuyos líderes tenían el castellano como lengua materna, y así su declaración de independencia fue en español. Pero esa independencia duró sólo dos años: en 1900 el archipiélago fue conquistado por los norteamericanos.
Afortunadamente, para el español, los Estados Unidos de América a principios del siglo XIX sólo eran trece ex colonias británicas mal avenidas, si hubieran tenido la fuerza de 75 años después todo el continente, las Indias Occidentales que decía mi abuela, hablaría la lengua de Shakespeare y habrían olvidado la de Cervantes.
Así que nos fue de maravilla que los criollos fueran tan Quijotes de soltar las amarras antes que Filipinas.
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Escena de la película Los últimos de Filipinas, en la que Nani Fernández interpreta la famosa habanera Yo tediré
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Este trabajo fue presentado en el I Concurso Literario "Trocha" 2015

Supervivientes de la guarnición de Baler fotografiados en el patio del Palacio de Santa Potenciana, en Manila

Los supervivientes de Baler fotografiados el 2 de septiembre de 1899 en el patio del cuartel "Jaime I" de Barcelona
(actualmente un campus de la Universidad Pompeu Fabra).
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