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Viñeta de El Roto
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Hoy
me he propuesto no escribir de política. Está tan confuso el panorama que, al
no ser augur profesional, cualquier disquisición caería inevitablemente en el
tópico, en la indignación o en la estéril verborrea. Acudo, pues, a mi vena
orsiana, mediante sencillos aforismos sobre la elegancia, en los que el lector
avezado reconocerá gran parte de mis inquietudes en esta hora de España.
La
elegancia no consiste esencialmente en un corte de traje impecable o en llevar
una corbata a juego; tampoco, en un conjuntado atuendo deportivo como
simulación de le edad juvenil; ni en un seguir la moda, en la opción de lo cuidadosamente descuidado, o en el corte
de pelo, más o menos acertado. Es una actitud permanente, que tiene mucho de
innato y bastante de educación, eso sí, asimilada a fondo.
La
elegancia equivale a señorío, eso que se puede mostrar tanto en las manos
callosas de un campesino, en el mono de trabajo del taller mecánico o en el
traje de fiesta; a condición de que ninguno de los tres sea un disfraz, falso o
artificioso por naturaleza. Jamás estará reñida la elegancia con lo popular,
pero sí con su fingimiento; rechina con el barniz de casticismo y choca
frontalmente con lo populachero y lo adocenado.
Cualquier disidencia con
Estos ocho aforismos encierran, claro está, designio de cosa pública.
No nos podemos
conformar con la imagen
de la España tosca y
burda (...) Precisamos de una alta
temperatura espiritual
que nos devuelva a la
virtud de la elegancia y
arrumbe con la zafiedad
que nos invade...
Pero, para salir a la calle con el rostro lavado tenemos que tocar a rebato en nuestro interior, previamente, para esta cruzada a favor de la elegancia. |
La
elegancia implica un saber estar, ya sea subiendo por una escalera de mármol,
ya bajando por una de servicio; en ambos casos le caracteriza la humildad. Se
demuestra ascendiendo a un palacio y descendiendo de él, que ambas cosas son
importantes.
La
elegancia no es contraria al rigor y a la firmeza y sí a la altanería y a la
vacuidad; al afán de humillar al otro, al rencor y al odio.
La
elegancia brota de lo íntimo a lo exterior; de lo privado a lo público; de lo
personal a lo social; de lo humano a lo político: Se muestra en la palabra, en
el gesto y en el discurso. En el pensamiento y en la obra. En la intención. En
el alma que aflora a los ojos, aunque, como dice el Maestro, el alma es espejo
de los ojos, y no al revés.
Es
antagonista decidida de la ordinariez, del imperio de lo cutre; asimismo, está en las antípodas de la mentira y de la
manipulación, del embeleco y de la demagogia. No casa con la violencia verbal o
moral, a veces, mucho más dañinas ambas que la física, porque encierran en su
fondo una tremenda cobardía espiritual.
La
elegancia se advierte, a primera vista, en el trato; en el respeto a la
dignidad y a la libertad profunda del prójimo; por ello, admite la complicación
o la dificultad en ese trato, pero impugna rotundamente el chalaneo.
La
simulación de la elegancia se denomina afectación, pecado porque se sustenta en
la hipocresía. La afectación deviene, en la mayoría de los casos, en la
chabacanería o, lo que es peor, en la cursilería redomada.
La
elegancia no se suele perder; pero, cuando esto ocurre accidentalmente, no
queda más remedio que pedir humildemente perdón y cumplir la penitencia.
Estos
ocho aforismos encierran, claro está, designio de cosa pública. No nos podemos conformar con la imagen de la España
tosca y burda con que nos están cortejeando nuestros bajos instintos a diario,
con la excusa y el chantaje de remediar nuestros males. Precisamos de una alta temperatura espiritual que nos devuelva
a la virtud de la elegancia y arrumbe con la zafiedad que nos invade, tenga
esta sus raíces y sus efectos en lo
económico, en lo sociológico, en lo político, en lo educativo. En el ademán o
en el atuendo.
Será
entonces como despertar de un mal sueño, iluminados por un rayo de sol
primaveral. Pero, para salir a la calle con el rostro lavado tenemos que tocar
a rebato en nuestro interior, previamente, para esta cruzada a favor de la
elegancia.
(¡Ya
sabía yo que, a pesar de mis buenas intenciones, terminaría, escribiendo de
política!)
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Manuel Parra Celaya.

