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jueves, 21 de enero de 2016

El lenguaje de los cipreses

Relatos

Es muy probable que a los montañeros y a las personas aficionadas a caminar por el campo les haya llamado la atención contemplar, junto a las antiguas casas solariegas o “masías”, grupos de cipreses.

Cipreses guían el camino hacia un núcleo rural habitado
Estos esbeltos árboles, popularizados en nuestro país por encontrarse comúnmente en los cementerios o camposantos, también se pueden ver al borde de antiguos caminos que, en su tiempo, fueron rutas de cierta importancia e, incluso, abundan en muchos parques y jardines, tanto públicos como particulares. 

Lógicamente, al buen observador no se le escapa la pregunta de rigor: ¿por qué están ahí los cipreses?

Para entender mejor el papel de este árbol tendremos que empezar por obtener un cierto conocimiento del mismo.

Desde la perspectiva científica, el Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado dice: la palabra ciprés (del provenzal cyprés) m. Bot. (gén. Cupresus) fam.: cupresáceas, clase: coníferas; árbol siempre verde, con copa de forma cónica, y madera rojiza, olorosa, que pasa por incorruptible; tiene flores amarillentas, hojas pequeñas, en filas imbricadas, y fruto de glábula de unos 3 cm. de diámetro. Hay varias especies.
Según el Diccionario de los Símbolos, de Jean Chevalier Alain Gheerbrant (1), el ciprés fue un árbol sagrado entre numerosos pueblos; gracias a su longevidad y a su verdor persistentes, se llama el árbol de la vida (ciprés tuya). En Europa es un símbolo de duelo. Quizás se trata de todos modos de una mala interpretación, aunque sea de origen muy antiguo, del simbolismo universal y primitivo de las coníferas que, por su resina incorruptible y su follaje persistente, evocan la inmortalidad y la resurrección. El teólogo Orígenes ve en el ciprés un símbolo de las virtudes espirituales, pues
el ciprés desprende muy buen olor, el de la santidad.
En el Diccionario de los Símbolos y Mitos, de J.A. Pérez-Rioja (2), se dice de él: En su calidad de árbol perenne, siempre verde, perfumado, de madera incorruptible como la del cedro, ha tomado una significación funeraria. Ya desde los tiempos paganos, se asocia con la idea de la muerte. Por ello se encuentra generalmente en los cementerios. En heráldica, simboliza elevados y nobles sentimientos, como la idea de la incorruptibilidad.


Se presume que estos árboles, originarios de las regiones del Egeo, llegaron a la Península Ibérica en los barcos romanos, de regreso de sus conquistas en Asia.

Como quiera que en tiempos antiguos la mayoría de la población no sabía leer ni escribir, se tuvo que recurrir a la simbología como medio de comunicación entre las personas. Al principio, se utilizaban señales o símbolos sencillos al alcance de todo humano normal; por ejemplo, la mano abierta con el brazo elevado era señal de paz, pues mostraba que no se esgrimía arma alguna. Los distintos oficios o profesiones se anunciaban con exposición pública de sus herramientas o productos…y, con el andar del tiempo, el ingenio del hombre aportó verdaderos lenguajes crípticos-simbólicos, como el de los antiguos egipcios, o, incluso, más específicos, como el lenguaje de las flores, o el lenguaje del abanico, verdaderas curiosidades.

Dejando de lado la finalidad concreta de estos esbeltos árboles en las necrópolis –que ya hemos señalado– centraremos en los aspectos que más nos interesan por su vinculación al medio natural, donde tantas y tantas veces hemos andado y acampado.

Los antiguos viajeros –casi siempre caminantes– la vista de estos árboles, junto o próximos a las casas solariegas, obtenían conocimiento sobre las posibilidades de encontrar allí refugio y amparo, bien para pasar la noche o por causas de accidente o enfermedad súbita. No existían, en aquellos tiempos, las ambulancias ni los hoteles que hoy día jalonan todas las importantes vías de comunicación...y, por supuesto, el teléfono era absolutamente desconocido.

Como hemos dicho, durante muchos siglos las gentes viajaron a pie; salvo los muy poderosos que podían hacerlo a caballo o en carruaje. Los viajes generalmente se emprendían por causas importantes: visita a familiares en casos muy especiales, peregrinación, negocios, desplazamientos por motivo de guerras… El turismo, lógicamente, era un fenómeno inexistente. Como es obvio, los caminantes no podían llevar encima demasiado equipaje, solamente cargaban con los elementos indispensables para su seguridad y ligero mantenimiento personal durante el tiempo que pudiera durar el desplazamiento. Si el camino era largo y debía durar varios días, los viajeros no tenían más remedio que alojarse en fondas, hostales, figones y otros establecimientos del mismo ramo. Pero si el viaje se tenía que realizar en todo o en parte por montaña y en ámbitos descampados, el caminante se veía abocado a pedir hospitalidad en alguna casa solariega que pudiera encontrar a lo largo de su ruta. Llegados a este punto, me viene a la memoria la cantidad de topónimos que hemos conocido, tanto sobre mapas topográficos como sobre el propio terreno, en plena montaña, que evocan aquellos rústicos hospedajes llamados, precisamente, “hospital” (3) –porque su nombre proviene de “hospitalidad”– y que estaban situados siempre en lugares estratégicos de sendas y caminos de tránsito relativamente asiduo. Seguramente a muchos lectores les suene Hospital de Benasque, Hospital de Viella… y, para rutas menos transitadas se construían, también, pequeños establecimientos de auxilio que, en Cataluña, se conocían con el diminutivo de hospitalet.

Hospital de Benasque
Actual hospedería de un antiguo refugio para caminantes
construcción hace ocho siglos por los monjes Hospitalarios.


Sin embargo, no en todas las rutas había hospedajes, ni siquiera refugios. Desde tiempo inmemorial, por razones humanitarias o sentimientos religiosos, muchos propietarios de casas solariegas, esparcidas por campos y montañas, disponían unos espacios adecuados para alojar a viajeros necesitados de descanso, cobijo, o atención sanitaria. Para señalar la disposición de alojamiento en esas casas de campo aisladas, se eligió un símbolo inequívoco, visible desde muy lejos para los viajeros: el esbelto ciprés, árbol de hoja perenne.

Según los estudiosos, parece que los romanos fueron los primeros en utilizar los cipreses como elementos de señalización en su cultura, estableciendo, incluso, una especie de código: en una edificación aislada en la montaña, cerca de caminos, la presencia de un solo ciprés informaba al viajero de la posibilidad de obtener agua en ese punto; dos cipreses significaba que disponía de comida, y tres o más cipreses que era un centro de reunión con dormitorio.

Ciprés ornamental del  monasterio de Silos
Asimismo, tuvieron otras utilidades nuestros majestuosos cipreses. A las autoridades romanas se las distinguía con hileras paralelas de estos árboles, en la entrada de sus casas, para hacer saber que se trataba de una figura social importante. Todavía hoy pueden verse, por muchos lugares de la geografía española, fincas rústicas y palacetes luciendo esta señorial formación arbórea. También en las avenidas o vías principales de acceso a las ciudades se plantaban cipreses para dar así la bienvenida a las gentes, pero en especial a las tropas y generales victoriosos.

Esta simbología romana contribuyó a que posteriormente, en la era cristiana que sucedió al imperio romano, se plantaran cipreses en cementerios para darnos la bienvenida a la vida eterna. Así, de esta manera, el paso de los siglos y el desconocimiento popular de la simbología original, han contribuido a que en la actualidad se considere que los cipreses son meros árboles funerarios y, en ocasiones, portadores de mal augurio.

En consecuencia, si nos atenemos a lo que inicialmente significó el ciprés, tendremos que convenir que su elección como símbolo fue un acierto por sus propiedades: perfil inequívoco, hoja perenne, gran altura (hasta 35 m.), gran resistencia…, que le convierten en el árbol ideal para ser visto a grandes distancias.

A partir de ahora, cuando salgamos de marcha montañera, ya sabremos qué nos están diciendo estos esbeltos y majestuosos árboles..

Francisco C. L.

Barcelona, 08 de enero de 2016.
(Texto no publicado en los boletines de Trocha)

Notas:
  1. – Ed. Herder. Barcelona. 1995.
  2. – Ed. Tecnos, S.A. 1988.
  3. – La palabra hospital viene del latín “hospes”, que significa huésped, o sea “visita”. De “hospes” se transformó “hospitalia”, para significar departamento para visitas forasteras, y de “hospitalia” a hospital para significar lugar que da auxilio a los ancianos y enfermos (Del Diccionario Etimológico. Internet).

Campo de trigo con cipreses, Vincent van Gogh, 1889 (óleo sobre lienzo).
The Metropolitan Museum, New York


El lenguaje de los cipreses sugiere este mágico y fascinante viaje por la pintura campestre de Van Gogh