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jueves, 24 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad

♪ Escuchar Guarda tus penas


Un buen refugio de invierno

La marcha se había hecho ya pesada. Los paisajes, ahora casi desdibujados en el crepúsculo, fueron maravillosos durante toda la etapa; habían atravesado bosques de abetos, praderías, habían sorteado campos de labor, vislumbrado masías que parecían antiquísimas, cruzado collados que, desde el llano, se imaginaban inaccesibles… Se iba haciendo de noche y solo turbaban el silencio el ruido de las pisadas y el trino de esos pájaros casi mágicos que tienen sus nidos en las ramas más altas o en las oquedades de los riscos y parecen llevar una rama de paz en sus picos. El resol, color de oro viejo, daba un toque de misterio a la escena.  Los cadetes caminaban silenciosos ahora porque el cansancio había hecho mella, y las canciones y las bromas habían remitido por el momento.

...el aire se había vuelto
templado en contraste
con la nieve que se
acumulaba en las crestas

Los quince se mantenían 
en fila acompasada en el 
ritmo de la pisada...

Cuándo llegaremos al refugio era la pregunta que pugnaba por salir, pero preferían callar en la confianza de que, en un recodo del sendero, apareciera la rústica chabola donde pernoctar: una buena cena junto a la chimenea, un improvisado y alegre fuego de campamento, el acogedor saco de dormir con la mochila por almohada… Y, al día siguiente, a completar la ruta y el regreso a la ciudad.

A pesar de ser diciembre, los anoraks y cubres formaban parte del equipaje, dentro del macuto, sobre la espalda; el aire se había vuelto templado, sorprendentemente templado en contraste con la nieve que se acumulaba en las crestas y poco en consonancia con el mes de diciembre, en el que la Unidad se había apresurado a salir de marcha, coincidiendo con el inicio de las vacaciones escolares. Los quince se mantenían en fila acompasada en el ritmo de la pisada, dando la nota de color gris claro de sus jerséis al verde oscuro del paraje.


Los cadetes de ayer son
adultos, algunos casi
excelentes viejos, de hoy.
En cualquier estación
del año, incluso en el
invierno de la vida,
siguen encontrando un
Buen Refugio, en el que,
por supuesto, debe
estar siempre el Niño.










¡Ahí está! A lo lejos, se divisaba una especie de construcción de piedra y madera, a modo de establo aprovechando la proximidad de la pared rocosa. ¡Y hay ganado!, dijo un avispado que había percibido en el silencio un débil mugido, ¡Dormiremos calentitos! Lo extraño es que, junto al inconfundible sonido del buey o vaca, vaya usted a saber, se oía también el llanto de un niño…

La oscuridad ya era casi total y los frontales cumplían su deber con creces y veteranía. Noche estrellada, eso sí, y, cosa rara, una Estrella más luminosa parecía caer sobre el cenit del ansiado refugio.

Se fueron acercando, entre aliviados e intranquilos: ¿qué o quiénes ocupaban el refugio? El primero en asomarse a la desvencijada puerta fue, claro está, el Mando, y su linterna descubrió, en el fondo, junto a la paja amontonada, el grupo sorprendente de una mujer, un hombre y, entre los dos, recostado en una cuna de tronco y mantas de camino, un recién nacido; en la penumbra, un pacífico buey y un asnillo joven.

Los quince cadetes fueron entrando, aliviándose del peso de la mochila en silencio; formaron un corro en torno a la Familia; la Madre los miraba con ternura, pero no era menor la que desprendía, de un modo insospechado y sobrenatural, el Niño recién nacido; diríase que todo él era ternura. Y amor, mucho amor. Lo intuyeron -¿o lo vieron?- los cadetes, y, arrodillados, acercaban sus manos adolescentes para acariciar a la criatura.

Un brik de leche, calentada en el hornillo de campaña, le sirvió de primer alimento al Niño; los bocadillos, las latas de atún, los restos de las tortillas de patatas de las mamás, el pan casi correoso de la jornada, el agua de las cantimploras, fue todo ello compartido por la Unidad y la Familia acogida al refugio. Tras la cena, hubo efectivamente fuego de campamento, con armónica, canciones, chistes, bromas, alegría a raudales… Y, cosa aún más rara, daba la impresión de que el Soledad, el Guarda tus penas, el Desperta Ferro, el Montañas nevadas o el A cantar a una niña tenían el acompañamiento de una banda de música celestial invisible pero cercana. Aunque era imposible por sus escasas horas de vida, el Niño -¡te lo aseguro, camarada!- sonreía.


Manuel Parra Celaya.

Texto publicado en el boletín nº 165 de Trocha, de Diciembrede 2015