![]() |
Viñeta de El Roto |
No pasa día sin que nos enteremos por los medios de difusión de que se le siguen retirando honores al expresidente Pujol: despojamiento de su título de Muy Honorable, derribo de estatuas, levantamiento de placas de inauguración de locales e instalaciones (muchas de ellas, en realidad, reinauguraciones durante su mandato, porque procedían del denostado Régimen anterior)… Lo más sonado ha sido la disolución, metamorfoseo o reconversión (uno no sabe a qué atenerse) de Convergencia Democrática de Cataluña, el partido fundado por él. Parece que se quiere, por una parte, borrar todo vestigio de su existencia pública y, por otra, llevar a cabo una purificación colectiva en la que ejerza, con su clan, de único chivo expiatorio.
Salta
a la vista la maniobra: Jordi Pujol era el único responsable y el único
conocedor de las corrupciones y corruptelas, desaguisados, enjuagues, pillajes,
rapiñas y financiaciones ilegales; ni en su inmediato entorno ni en el rincón
más perdido de Cataluña se sospechaba siquiera nada; con dotes de ilusionista y
prestidigitador llevó a todos el engaño, el primero al pobre de Artur Mas, y,
claro, la estupefacción ha sido mayúscula; en consecuencia la estrategia es
borrar su infausta memoria de los anales del pueblo catalán y, sobre todo, de
la oligarquía que lo dirige y manipula desde hace muchas décadas…
Fueron muchos los que
atribuyeron a Jordi Pujol
cualidades de estadista,
amén de calificativos de
esos que ahora se borran
apresuradamente de las
hemerotecas: "sostén de la
democracia", aliado de la
gobernabilidad de España",
"español del año"...
Me pregunto si no habrá más vileza en esta actitud de quienes ahora se muestran sorprendidos y escandalizados; de quienes han pasado de la alabanza con incienso con derroche a la injuria inmisericorde.
El caso que nos ocupa sirve
para poner en evidencia
cuál es el trasfondo real del
separatismo, nunca mejor
definido que como la
especulación de una
oligarquía con la
sentimentalidad de un
pueblo.
|
En
primer lugar, son evidentes los paralelismos con todos los procesos
iconoclastas a lo largo de la historia: todos los estadistas políticos de
cualquier signo y de todos los lugares del mundo han sufrido idénticos
ultrajes, con independencia de que fueran tiránicos o benévolos, positivos o
negativos para sus pueblos, sanguinarios o inocentes, corruptos u honrados.
Creo que se conjugan tres factores decisivos para esta constante: el primero es
el liderazgo casi indiscutible o el poder omnipresente; el segundo es la
trascendencia histórica de su legado; el tercero viene dado por la acumulación
de adulaciones y aduladores durante su mandato (muchos de los cuales, en todos
los casos, figuran entre los ahora entusiastas enemigos de la figura). Hay un
cuarto factor que no se cumple en el caso del Sr. Pujol, y consiste en que los
derribos de estatuas, repliegue de palios y desclavamiento de placas suele
hacerse con posterioridad a la muerte (natural o a tiro limpio) de los antiguos
homenajeados, mientras que el patriarca del clan Pujol sigue gozando de buena
salud.
Las
tres notas primeras son evidentes: fueron muchos los que atribuyeron a Jordi
Pujol cualidades de estadista, amén de calificativos de esos que ahora se
borran apresuradamente de las hemerotecas y de las flacas memorias: sostén de la democracia, aliado de la gobernabilidad
de España…, amén de aquel nombramiento de español del año que le atribuyó un respetable diario, que ahora
dedica páginas y páginas a poner al descubierto sus presuntos delitos. Su
trascendencia política no admite dudas, especialmente en lo que concierne a la
siembra del odio a España y al separatismo en las aulas escolares y en los
entresijos de la sociedad civil, mediante la propaganda y las generosas
subvenciones; solo que aquel “ahora no
toca” sujetaba las ansias de los más exaltados entonces y en este momento
ha sido sustituido por un “ahora sí que
toca”, con el discutible y discutido protagonismo de su delfín preferido.
En
cuanto al factor de la sumisión y de la adulación tampoco queda la menor duda:
su persona y su jefatura eran intocables y suscitadoras de los más
extraordinarios ditirambos, por lo menos hasta que el lenguaraz de Pascual
Maragall sacó a relucir en el Parlamento lo que era un secreto a voces: aquello
del tres por ciento… Estas palabras
fueron las que marcaron, en mi opinión, un antes y un después, y encendieron
las señales de alarma, cosa que no ocurrió con el asuntejo de Banca Catalana en
los años 80, cuando funcionó el arropamiento con la senyera.
De
todas formas, no entra en mi intención ni en mis cálculos de humilde comentarista
juzgar lo que dicen que ya está en manos de los tribunales de justicia. Tampoco
me ha gustado nunca sumarme a las voces de los que hacen leña del árbol caído,
aunque ese vegetal represente todo lo contrario de mi idea y de mi condición de
catalán y, por lo tanto, de español. Hay un estilo
que me obliga, y otros se dedicarán a derribar mármoles o bronces y retirar
honores.
Me
pregunto si no habrá más vileza en esta actitud de quienes ahora se muestran
sorprendidos y escandalizados; de quienes han pasado de la alabanza y el
incienso con derroche a la injuria inmisericorde, para borrar un nombre de la
historia de la Transición y del Régimen vigente, fuera cual fuera el partido
que gobernara a los españoles con la colaboración –con contraprestaciones– de
Jordi Pujol.
Considero
que esta actitud de vileza es, por lo menos, un error garrafal: la historia
debe asumirse íntegra, con sus luces y sus sombras, y esto es aplicable a
nuestro entorno inmediato y a otros entornos próximos o lejanos. En unos casos,
los recuerdos perennes, en estatua o lápida, pueden servir para tapar la boca a
tantos valientes de ocasión, los que
en vida física o política de los líderes denostados no movieron un dedo en su
contra o incluso fueron fieles colaboradores de sus obras, buenas o dañinas. En
otros casos, como en el que nos ocupa, sirven para poner en evidencia cuál es
el trasfondo real del separatismo, nunca mejor definido que como la
especulación de una oligarquía con la sentimentalidad de un pueblo.
![]() |
Manuel Parra Celaya.