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| Fotograma de un reportaje sobre la vida campamental en Olván (1961) |
¿Qué Hogar de OJE que se preciara carecía de mesas de pimpón (o de tenis de mesa, como le llamaban los redichos)? Situadas en una sala amplia, que permitiera la holgura para el juego, la picada o el efecto, era uno de los juegos preferidos por todos, desde el flecha que aprendía a asir correctamente la raqueta hasta el mando franco de servicio, y del propio Jefe de Hogar, que, de vez en cuando, se escapaba de su despacho para jugar con sus camaradas.
Constituía uno de los atractivos para la asistencia casi diaria al Hogar, y era un fabuloso banderín de enganche para los que se asomaban tímidamente a la Organización. ¡Cuántas afiliaciones se debieron, en inicio, al imán del juego del pimpón!
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Se jugaba en individuales, en parejas o en una variante que nos encantaba: la rueda, en la que hasta ocho personas corrían alrededor de la mesa para darle a la pelotita cuando les tocara hacerlo; no era extraño que las carreras terminaran en ocasiones con batacazos de algunos participantes, pero éramos así de brutos.
El consumo de las palas y pelotas se podía convertir en una sangría para las normalmente menguadas finanzas del Hogar, y eso que cada uno procuraba traer su propia paleta, a la que cuidaba como a las niñas de sus ojos. A los flechas un poco traviesos nos encantaba, además, prender fuego a las pelotas rotas o magulladas, con la consiguiente bronca del primer mando que olía inmediatamente a chamusquina.
En este último verano, en nuestro Albergue de Barcenillas, muchos veteranos rejuvenecimos muchos años gracias a la mesa de pimpón; lo malo fue que hubo que trasladarla de lugar y, francamente, pesaba mucho y no estábamos para esos trotes…

Texto publicado en el boletín nº 164 de Trocha, de Noviembre de 2015

