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viernes, 2 de junio de 2017

Hasta el aire que respiramos

Editorial. Trocha nº 182. Junio de 2017

Venimos asistiendo a una progresiva invasión de lo público en unas facetas que, tradicionalmente, pertenecían al ámbito de eso que llaman sociedad civil, y, en algunos casos, en otras más personales y privadas del ciudadano.

Todo ello puede venir originado por esa cultura de la denuncia que ha invadido España: cualquier papá puede poner pleito porque su niño se ha torcido un tobillo en una acampada; o por la cultura de la sospecha (todo ciudadano es presunto culpable hasta que demuestre lo contrario).
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Ha bastado que aquellos entusiastas del prohibido prohibir de mayo del 68 o sus inmediatos retoños llegaran al machito para que se notaran sus inclinaciones.

Este intervencionismo puede adoptar varias formas: prohibición taxativa o amenaza, regularización legislativa ab absurdum, burocratización digna de la Oficina Siniestra de La Codorniz, fiscalización, sospecha, vigilancia extrema… Cada Administración (nacional, autonómica, municipal… y todas las que se quiera) rivaliza con las demás en celo intervencionista; no digamos los presuntos partidos antisistema que pretenden introducir normativas para lo más íntimo (higiene femenina, modo de sentarse en los autobuses…).

Los aprendices de brujo (de legislador, en este caso) se sientan cada mañana en sus despachos para meditar acerca de qué escapa a su control absorbente. ¿Nos legislarán hasta el aire que respiramos en el futuro?

Véanse, por ejemplo, las normativas referentes a las actividades de tiempo libre infantil y juvenil, que, a Dios gracias, nos pillan a nosotros un poco lejos: exigencias casi draconianas para obtener titulaciones y, una vez sorteados los escollos para disponer del correspondiente diploma, trabas sin cuento para la realización de actividades, parece que el monitor o el director (para nosotros, mando dirigente, respectivamente) solo tienen facultades de sacar a los niños al campo para que se pinten la cara y jueguen con globitos.

Todo ello puede venir originado por esa cultura de la denuncia que ha invadido España: cualquier papá puede poner pleito porque su niño se ha torcido un tobillo en una acampada; o por la cultura de la sospecha (todo ciudadano es presunto culpable hasta que demuestre lo contrario); pero, a veces, el motivo es más simple: la prepotencia de la Administración, pareja a la ignorancia supina sobre las materias que a cada uno le ha tocado en la tómbola democrática.

Sea como sea, compadecemos a los actuales mandos y dirigentes de la O.J.E.

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